Nuestra
comunión con Dios se basa en la confianza y la fe. Así fue desde el principio y
lo sigue siendo hoy.
Cuando Adán y
Eva fueron tentados tuvieron que decidir si Dios era digno de confianza. Dios les
había dicho que si comían del “árbol de la ciencia del bien y del mal” morirían,
pero otro ser les dijo lo contrario. Ellos debían decidir a quién creer. (Lo
mismo sucede con nosotros cada vez que enfrentamos una tentación).
Ellos no le
creyeron a Dios y por eso le desobedecieron. Prefirieron creer las palabras de la
serpiente: «sabe Dios que el día que
comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios…» así que
Adán y Eva no solo desconfiaron de Dios como si fuera un mentiroso, sino como un
ser egoísta que cuidaba sus propios “intereses”. Esto, sumado a la idea de convertirse
en dioses y lo bueno que era el fruto para comer: “agradable a los ojos y codiciable para alcanzar sabiduría”, dio
como resultado que Eva y Adán ignoraran la prohibición de Dios y desobedecieran.
El que confía en Dios se somete a él, pero
quien no le cree se rebela y desobedece.
Desobedecer a
Dios es pecar contra él y es una tragedia universal La Biblia declara que “todos pecaron y están destituidos de la
gloria de Dios”. La desconfianza separa y el pecado ofende. Cuando el ser
humano se alejó de Dios dejó de disfrutar la presencia plena de Dios con las
consecuencias que vemos hasta el día de hoy. Dios es amor, paz, gozo, vida,
pero “la paga del pecado es muerte”.
Muerte espiritual, física y eterna.
Sin embargo no
todo está perdido. Si alguien vuelve a Dios con fe, Dios le perdona. Así
sucedió con Abraham de quien dice la Biblia que “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia”. ¡Dios lo trató
como justo por haber confiado en él! Tal fue la relación de confianza que tuvo
con Dios que hasta hoy se le considera “el padre de la fe” y Dios mismo lo
llamó “Abraham mi amigo”.